lunes, 1 de septiembre de 2014

Reyezuelos

Quizá por mi carácter, quizá por la forma en la que me educaron, me cuesta mucho mandar a callar a la gente. Dejo que hablen, la mayor parte del tiempo sin decirles eso de "me importa un culo lo que me estás contando", pero por una cuestión de decoro. Después espero que hagan lo mismo conmigo. Mi decepción es previsible cuando veo que no son capaces de escuchar. Es entonces cuando desconecto y, como Sara Bareilles, miro los coches pasar mientras mi interlocutor vomita sus abundantes conocimientos sobre mi vida, la última película de algún cineasta sobrevalorado o la longitud de su propio ego/pene/lo que sea. Los dioses saben que intento empatizar, pero especialmente después de la séptima demostración de ego, por mi propia cordura (si es que aún me queda de eso), irremediablemente desconecto del monólogo absurdo. Que no se diga que no tengo paciencia.

Encuentro que este tipo de personas son especialmente enjuiciadoras de la vida ajena. Esto me solía hacer sentir muy infeliz porque yo tenía que hacer feliz a los demás (ay de mí si no lo hacía). Creo que con los años estoy intentando curarme de eso y por eso cada vez me da más igual lo que piense la gente de fuera, especialmente lo que se apabullan en su propia verborrea e intentan apabullarme a mí. Reconozco que durante un tiempo me apabullaron, porque este tipo de personalidades megalómanas son tremendamente carismáticas. Reconozco también que, para intentar hacer felices a los demás, yo me mimeticé con este tipo de personas (es que es guay parecer carismático), pero es que me hacía infeliz a mí misma convertirme en a) algo que no soy y b) un tipo de fauna, el reyezuelo de nada, que abunda en las relaciones humanas. Con el tiempo me he acabado dando cuenta de que el peso de su corona y su genialidad les abruma tanto que no se dan cuenta de que llevan toda su vida con la cabeza torcida mirándose el ombligo. Triste estar tan vacío como para acabar dando consejos y órdenes a quien no te las ha pedido.


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