sábado, 20 de septiembre de 2014

Decisiones acertadas

Hace poco hizo cuatro años que abandoné la ciudad que me vio nacer y crecer para irme a la ciudad donde mi marido tiene a su familia. Vinimos con una mano delante y otra detrás, yo salía de un trabajo que me estaba haciendo infeliz y que casi me cuesta la vida (sin exagerar), él salía de un periodo de sequía total, y ambos nos lanzamos al vacío.

Tomamos una serie de decisiones de las que, no lo negaré, me arrepentí durante mucho tiempo. Irse a vivir a una ciudad de 100000 habitantes cuando la ciudad en la que te has criado tiene diez veces más y es como cinco veces más grande es un cambio enorme. La falta de oportunidades es muy evidente también cuando la ciudad es más pequeña. Pero con el tiempo se gana la perspectiva de quien allí, con un coste de la vida mucho más grande, habría acabado en la miseria para darse cuenta de que aquí se sobrevive, y que con poco vives bastante bien.

Y aunque es verdad que lo he pasado mal en esta ciudad, y que he pateado sus calles envuelta en desesperanza, y que me he quejado hasta la saciedad de su costumbrismo y su paletismo, y que tengo la ciudad donde nací en un pedestal, me doy cuenta de que me ha dado oportunidades que jamás habría encontrado en otro lugar. También he encontrado un sitio, una vocación y dentro de poco un plan de futuro a largo, larguísimo plazo. Siendo realistas, aunque me encantan las ciudades grandes, son un puñetero agujero negro en el que a la primera de cambio pasas a ser un número. Aquí la gente te conoce por la calle, se sabe tu vida y tu nombre, pero cuando se es introvertido como yo no tienen mucho donde rascar para cotillear porque ni mi marido ni yo damos pie a la carnaza chismosa, sencillamente por el tipo de carácter que tenemos los dos. Así que vivimos bien, no tenemos problemas ni tenemos que luchar contra hordas de trabajadores jóvenes sobrecualificados para hacer el mismo trabajo de currito que te permite alimentarte. Es más, como todo el mundo te conoce, en cuanto trabajas bien es muy fácil progresar. Si me paro a pensarlo, no habríamos tenido la posibilidad de formar una familia si hubiéramos salido al extranjero, así como tampoco habríamos podido hacerlo si nos hubiéramos quedado en el agujero negro de la ciudad en la que nací, ganando 1200 euros al mes para pagar un piso de 60 m2 por 700 euros. Con esas condiciones es imposible tener familia, ni relaciones, ni vida.

Así que me siento agradecida por las decisiones que considero acertadas, agradecida con la vida y agradecida porque no he perdido a la gente que he dejado atrás, tampoco muy lejos pero lo suficiente como para echarlos de menos. Sé que la ciudad que me vio crecer, sus colores vibrantes y esa sensación de "es tan grande que es obscena" siempre seguirá ahí, no cambiará, y que siempre podré regresar. Aunque la verdad, no sé para qué regresar cuando nos hemos demostrado, los dos juntos y por separado, que el hogar está donde está nuestro corazón.

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