lunes, 30 de julio de 2018

Lo que nadie nos contó de Cenicienta

Lo que nadie nos contó del cuento de Cenicienta es que no era princesa. Era una huérfana, que trabajaba como sirvienta a cambio de un techo y comida. Que había estado bien relacionada, porque un hada madrina no la tiene cualquiera, eso es indudable.

Nadie nos contó que el príncipe estaba activa y desesperadamente buscando pareja, siendo el baile de la corte el equivalente al Tinder de ahora. Es decir, que el príncipe necesitaba por todos los medios una pareja, igual que Cenicienta estaba buscando un matrimonio para dejar de ser huérfana y sirvienta.

Nadie nos contó, o más bien nadie nos aclaró, que una Cenicienta maltratada por su madrastra, o que un príncipe al que se ponía mucha presión por encontrar pareja por parte de sus padres, era una persona en una situación de vulnerabilidad emocional.

Cenicienta y el príncipe se enamoran. Él, porque ella es muy bella y tiene los pies pequeños (supongo que eso debió darle mucho morbo). Ella, porque el príncipe es un príncipe y la va a salvar de su miseria, y así podrá demostrar a sus hermanastras y a su madrastra lo guay que es, y ahora tendrán que ir a palacio a dorarle la píldora.

Se casaron y comieron perdices, pero nadie nos dice qué pasa con ese matrimonio. Una muchacha huérfana que tiene que ser adoptada por la familia real, con su protocolo familiar y social. Las largas horas estudiando cómo comportarse, a quién ceder el paso, y cómo abandonar a los hijos para que los consuelen y alimenten amas de cría, porque es de la realeza abandonar la lactancia prematuramente para poder, así, dar a luz a más hijos que perpetúen la línea sucesoria.

Un muchacho con la presión de ser padre de familia y tener contentos, ya no a sí mismo, ni a sus padres, ¡a todo un Reino! ¡Pero si eso es imposible! Pues así es, señores, y para presumir hay que sufrir que me decía mi madre cuando me ponía el moño para ir a la feria. Igualito.

Vistos así Cenicienta y su príncipe, ¿quién quiere un final de cuento de hadas?

Yo propongo un juego: contemos otros cuentos, otras historias. Démosles la vuelta a los mitos y a los cuentos con los que perpetuamos la sociedad y sus esquemas. Seamos ilusamente realistas, o fantasiosamente empáticos, con los personajes de los cuentos de toda la vida, porque son las narraciones sobre las que hemos ido construyendo nuestra identidad, valores y creencias.

¿Te atreves?

domingo, 29 de julio de 2018

No me acostumbro

Aún no me acostumbro a tener razón de cuando en cuando. Incluso cuando yo veía lo que los demás no veían: la hipocresía, las ganas de malmeter, la doble moral. Aunque yo supiera que algo no estaba bien e intentara, torpemente, hacerlo saber a mi entorno.

No me acostumbré jamás a que no me hubiese superado. Es más, pensaba que estaba superado desde el minuto uno. Que yo era la que estaba mal, la que se encerraba, la que no quería saber nada del mundo, porque yo no tenía esa chispa. Porque no era capaz de arrastrar a la gente. Porque yo nunca fui la carismática del tándem. No me acostumbro a que me digan "es que él no te ha superado, nunca lo hizo".

Y de pronto, tengo que acostumbrarme a que me acepten y me valoren. A que me digan "tenías razón", a que me den una palmadita en la espalda. A los abrazos, a los besos, a los tequieros, a los "quedemos mañana".

No puedo evitar sentir cierta suspicacia hacia tanto amor gratuito, pero supongo que tendré que acostumbrarme a que me quieran un poco. Tendré que acostumbrarme a quererme un poco. Aunque esto de no acostumbrarme asuste, por si al final voy y me acostumbro.