viernes, 29 de enero de 2021

Lo que nunca me dijeron que no podía hacer

Mi infancia acabó de pleno con unas palabras que me dedicaron en una ocasión. Sentada en la cama al lado de la persona a la que más admiraba del mundo. 

A veces, las palabras hieren. A veces, las palabras marcan. Y siempre, quien las hace no piensa en qué efecto tienen en uno. Las decimos porque sí, porque ni lo pensamos en ese momento.

Cuando eres tierno y joven, las palabras duelen, y las palabras se convierten en ti mismo. En mandamientos de la persona que eres. En un decálogo de lo que siempre te dijeron que no podrías hacer.

Entonces haces lo que nunca te dijeron que no podías hacer, porque de alguna manera tienes que seguir adelante. Es una forma de decirle que se vaya al guano y de reafirmarte, porque realmente no puedes dejar que todas esas palabras te definan de por vida. Aunque no te atrevas a levantar la voz, por miedo a que te dediquen otra sarta de mentiras sobre quién eres.

En mi caso, aparte de no dejar que esas palabras penetraran hasta el mismo fondo de mi ser, tuve la suerte de tener el mejor equipo de animadores del mundo. Dos personas a las que nunca tuve que demostrar nada, que siempre estuvieron conmigo, que se empeñaron en que podía hacer lo que yo quisiera. Esas dos personas ya no están en este mundo material, pero son el motor de mi existencia, hicieron mucho por que yo esté hoy aquí. Literalmente, les debo la vida. Ellos fueron quienes sanaron el efecto que esas palabras tuvieron en una yo mucho más pequeñita, blandita y en formación.

Con su ejemplo y su recuerdo, miro a mis hijos y me doy cuenta de que todo lo que yo les diga marcará lo que ellos sean. Así que tengo que creer en ellos. Me prometo a diario que creeré que no tienen límites. Les digo que pueden hacer lo que se propongan, no importa lo adversas que sean las circunstancias.

A veces, aquellas lejanas palabras feas asoman por mi mente y me susurran al oído interior todo lo que nunca debieron decir, sencillamente porque, para algunas personas, yo fui el fracaso de sus vidas. Y el fracaso de tu fracaso, al final, es tu éxito. O eso debe pensar, no lo sé. Un día se fue porque tuve la osadía de reafirmarme, de decir que ya bastaba. De negar un improperio seguido de un abrazo, porque para decir un improperio, mejor luego no abraces. A lo hecho, pecho: las palabras han salido de tu boca. Ya no hay vuelta atrás. Asume la situación y el disgusto ajeno. Asume que has metido la pata, no te hagas la víctima. Madura.

Pero el eco queda, el eco de aquellas cosas que un día me dijeron cuando yo no levantaba dos palmos del suelo. Por mucho que me reafirme, siempre queda un resquicio por el que se cuelan. Me dicen "no eres graciosa", "eres demasiado seria", "no te veo casada", "no vales para vivir en pareja", "no se te dan bien las matemáticas".

Un buen día, mirando atrás, hacia tu pasado, en el que podría ser el año más ominoso de tu vida hasta la fecha, te encuentras repasando si todo aquello que te dijeron es verdad. Y te das cuenta de que no. De que, como te dijeron tus grandes referentes vitales, no hay nada en la vida que no puedas hacer si realmente te lo propones.

Y, a pesar de todo, la herida queda. Quiero aprender a sanarla, a perdonar y a perdonarme por la cantidad de veces que no me atreví a plantarle cara a aquella voz chillona que entonaba un "no puedes", "eres tal",  "eres cual", "no vales para pascual". Quisiera tomar mi herida y pintarla de oro, poder lucirla y decir:

"Esto también soy yo."

Y a pesar de todo, hice lo que nunca me dijeron que no podía hacer.

Gracias, abu y papá. 

Os quiero.

lunes, 25 de enero de 2021

Esta mañana llovió

Esta mañana llovió.

En realidad, me dio un poco igual en el momento, porque total, una gota más que menos, en estos tiempos de trabajar aislados unos de otros, en los que la lluvia importa nada más que para llevar a los churumbeles al cole, pues no tiene mucho sentido preocuparse porque caigan tres gotas.

Pasó el día, entre Exceles, reuniones, llamadas y risas a distancia. Cayó la noche, con sus alas negras, como si Hugin y Munnin recorrieran el cielo. Salí a la calle a tirar la basura, un acto bastante mundano, cargada con cajas de Amazon. Un signo de los tiempos extraños que vivimos.

Y solo entonces, en la oscuridad de las calles, pude apreciar la humedad y el frescor de la lluvia de la mañana.

Mis pies, calzados en zapatillas de deporte, se deslizaron por las aceras en un paseo más que necesario, vital. En mis oídos, primero la voz de una amiga que me hablaba por Whatsapp. Después, la música de alguna estrella vigente a principios de siglo. Una vuelta a aquello que me llama a mi propia esencia. Y, por un momento, vuelvo a la vida normal, real, la que había antes de la pandemia. 

Por un instante, he recordado lo que era volver a casa del trabajo andando, o del dentista, o lo que era caminar por una acera húmeda con la lluvia de la mañana. 

Y he podido apreciar las gotas que cayeron durante el día. Y la vida que llevaba antes de que todo cambiara. Qué lejano parece todo.