domingo, 30 de julio de 2017

Donde reside el amor

Hace unos años, diez para ser más exactos, era una mujer joven, de veinticinco años, muy escéptica con esto del amor. Decía, me repetía e intentaba programarme a mí misma para pensar que el amor romántico no existía, que era sólo un invento de la cultura para anestesiarnos, que era un concepto nacido de la poesía, bla, bla, bla.

Han pasado diez años, como decía. Sigo pensando que el amor no es lo que dicen las canciones de música pop. En eso, estoy totalmente de acuerdo con mi querida Yo del pasado. Sigo pensando que debemos dejar ir a quien nos deja y dejar ir a quien no nos hace bien. Pero no sigo pensando que el amor sea totalmente un constructo cultural porque he vivido dos tipos de amor que no se encuentran dentro del amor romántico.

El primero de esos amores es un amor biológico. Por obra y gracia de la oxitocina, me he enamorado de mis hijos. Eso no lo he podido evitar y, menos mal, porque, si no, probablemente tendría una depresión postparto como una Catedral. Este tipo de amor es doloroso, especialmente al principio. La separación es traumática, para ellos y para mí. Cada vez soy más laxa, me siento más cómoda y a veces daría lo que fuera por una tarde para mí (se agradecen vales para el spa) sin los niños, pero lo cierto es que estoy deseando volver del trabajo para estar con mis chicos, cuidarles y comérmelos a besos.

El segundo amor es divertido, complejo e intrigante a la vez. A veces me irrita profundamente. En ocasiones, le mandaría a la porra. Pero luego me sonríe y se me quita todo, la mayor parte de las veces. Me resulta fascinante el hecho de que hayamos acabado juntos y que llevemos juntos eso, diez años, más aún porque empezamos a salir en un momento de mi vida tan convulso. Y de la suya, que lo de él también era de traca.

Mirando hacia atrás, viendo eso del amor romántico y diciendo que no estoy de acuerdo con ese tipo de amor, sí me doy cuenta de lo que dicen en Frozen (la película de Disney favorita de mi hija, y que veo una media de dos veces diarias) del amor verdadero. Amor es anteponer las necesidades de otro a las de uno, por razones variopintas, principalmente porque nos gusta ver feliz a esa persona. Ojo, con límites sanos, que si no es un desfase. Pero sí me gusta ese amor en el que me acuerdo de que a mi maridín le gusta el arroz con leche y compro todo lo que necesito para hacerlo, porque yo soy así con los postres caseros. O hacerle un masajito de pies porque me sale, me nace, me apetece, qué cojones, me encanta verle feliz. O cuando acepto que me haga un mind blast con un chiste tan malo tan malo, que ni yo me río, más bien lloro, pero se lo perdono cuando ese día hace algo por mí igualmente especial, como acordarse de que adoro los churros con chocolate para desayunar.

Creo en ese amor que se forja a fuego lento, a pesar de que nosotros intercambiamos fluidos en la primera cita. Porque el amor no es sexo, el amor puede contener sexo pero no se limita a él. El amor tiene aristas y sí se irrita, sí, San Pablo, claro que se irrita, y que me lo digan a mí después de llevarme un rato limpiando la cocina. Convivir con este hombre es, a ratos, un suplicio, porque es tan despistado que no ve la mierda, y aunque hable como una maruja, joder, es verdad. Pero qué coño, me encanta hacerle feliz y creo que a él le encanta hacerme feliz a mí.

Así que, para mí, para este Yo de ahora, el amor existe. Lo he encontrado y reside en mi casa. Había estado delante de mí desde el principio y consistía en, simplemente, vivir el día a día con alguien que me hiciera reír y que aguantara mi necesidad de estar sola un par de horas al día.

No es un alguien cualquiera porque no cualquiera puede convertirme en este alguien que soy cuando estoy con el alguien indicado. Pero digamos que es un alguien muy normal, muy humano, de luces y sombras, que hace posible que me vea como alguien mejor de lo que soy en realidad sólo por el hecho de acordarme de que le encanta el arroz con leche.

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